La culpa no es de nadie. O de todos. Yo (Esteban) no estoy bien, por mucho que lo intente disimular. Esa mezcla entre pesadumbre e impotencia ha ido carcomiéndome por dentro, erosionando mi ser. Un ejército termítico ha decidido roer la alegría y vitalidad que creo haber tenido desde que no levantaba ni un palmo del suelo. Esa energía positiva que hizo que te conquistase cuando yo soñaba con defender a los más débiles en un tribunal y suspirabas por una toga y una maza.
Ya no. Un tipo bronco y desértico. En eso me he convertido: este ojeroso guiñapo de piel pálida sólo te hace daño. Tranquila, no seré más una carga. Te prometí el oro y el moro; no era palabrería de galán, lo juro. Quería darte todo lo que mereces. Sólo permití a la sinceridad viajar de mis labios a tus oídos.

Pero no he podido. Bueno, no me han dejado en realidad. Está decidido: me voy. Es lo mejor para los dos. Esta oferta no la puedo rechazar. No sé cómo lo voy a hacer. No sé cómo te lo voy a decir.

Los problemas a los que me enfrento son todos los posibles en realidad, pero el más grande lo tengo contigo. Bendito problema. No quiero imaginarme esas noches escandinavas en las que el frío no será solo atmosférico, sino, sobre todo, vital, concentrado entre mitral y tricúspide. La distancia será la peor enemiga de la plenitud que me domina a tu vera.

Decir que te echaré de menos es tan insulso que me lo voy a ahorrar. Diré mejor que no concibo mi vida sin el rasgueo mañanero de tus dedos. Sin tu calor bajo la manta una tarde de ramas vacías. Sin esos ojos cerrados que ahora intuyo en la oscuridad de esta alcoba.

Mañana es el día. Nos sentaremos y te lo contaré todo. Al silencio incómodo le seguirá el llanto y unos abrazos más cálidos de lo normal. Pero sé que, como siempre, serás capaz de comprenderme, como nadie más ha hecho.

Hasta que llega la hora yo seguiré aquí, empachándome de techo, haciendo que mis ojeras se dilaten cada vez más. Pensando en ti. Como siempre. Para siempre.