Hasta pronto, compañera

A ti, sí, a ti.

Me prometiste que nuca me dejarías caer. Que era nuestro reino, aquel nuestro fortín. Y hoy escucho, envuelto en esta soledad, nuestra canción. Sí, era nuestra canción y es lo único nuestro que me has dejado, porque hasta los pedazos de mi corazón que ocupaste con toda tu alegría, con todo tu amor, me los has arrancado. Y solo me queda entonar esta dulce melodía. Recuerdo cómo al escucharla por primera vez, juntos, tú apoyada en mi pecho, yo jugando con tu pelo, te levantaste. 
- ¡Adoro esta canción!
Ante tal reacción, te sonreí con dulzura. Tu expresión era la de una felicidad radiante, expresaba energía condensada, dispuesta a estallar a base de saltos sobre el sofá al son de la canción.
– A mi también me encanta...
Te decía mientras me acercaba a ti para besarte... con un amor ya caduco en la memoria, pasado en los recuerdos.

Y ahora, solo me queda tu recuerdo envasado al vacío entre las notas concordantes de este himno que es pura cafeína para un alma ya dormida.
Tantas promesas que nos hicimos, tantos reinos que pretendíamos conquistar, tantas baladas entonadas entre aguas enjabonadas que deseábamos bailar... y ya nada. Nada de eso queda. ¡Nada!
¿Cómo fue posible?

Me invade una mezcla de ira y frustración. Es como si fuera la ira contenida de Jack. Y solo me dan ganas de decirte que te quise como tú no me amaste, que te adoraba como los egipcios adoraban a su Cleopatra... y todo eso se esfumó, con tu huida. Con tu marcha. Con tu cobarde marcha.

Pero hay algo que nunca me pudiste, ni nadie podrá jamás arrebatarme: la fe en el amor. Por eso me levanto con ganas de estar en la cima del mundo. Sí, has podido destrozarme por dentro, y dejarme únicamente nuestra canción, pero la convertiré en una oda a la lucha y la esperanza en un amor incondicionado. En un amor que sé que lo podré encontrar. La sonrisa nunca la perderé, me lo voy a prometer. Porque aprendí que la felicidad valía más que las lágrimas que se derraman por una persona que te dejó de amar.

Hasta pronto, compañera. Nos veremos cuando seamos viejos y nuestros corazones estén conquistados por amores que no claudicaron a la caída del cielo.

Ojalá

Qué curioso es saber de antemano que algo es un error y, sin embargo, no dudar y dejarse llevar hasta el final.
Ojalá. Ojalá la imagen que acabas de ver te hunda en la miseria. Ojalá mis sesos esparcidos por el blanco alicatado te repugnen. Ojalá sufras la mitad de lo que he sufrido. Ojalá.
Porque esto es un fracaso. Yo lo soy. Nada de nada sirve; todo del todo inútil es. Hasta aquí hemos llegado. Quemé las naves y sé que no volveré a casa. ¿Valiente o cobarde? Cuando no se tiene nada que perder, qué más da.
Ojalá. Ojalá un seísmo lo hubiera arreglado. Ojalá un mísero temblor hubiese sacudido los cimientos de mi vida. Ojalá un cambio hubiera aparecido en Roma o Santiago. Ojalá me quedase alguna lágrima que verter. Ojalá.
Aquí, en el abismo, todo es oscuro y ya estoy harto de nadar. El óxido pesa demasiado. No puedo más, por eso el final ha sido el que ha sido.
Murió el parásito.

Y si

Y si tus besos me atrapan, y me matan. Y si tu pluma se engancha entre los versos sueltos que ya estaban escritos en mi espalda, antes de que llegaras tú con los versos más tristes; con ese “te quiero”.
Y si tus miradas me atraviesan hasta impactar en mi mente, y si sí, si me seduces la mente. Si tienes mi cuerpo. Si entre las caricias oigo un murmullo cómplice de deseo satisfecho, un susurro que me diga que así va bien, no miento.

Que las palabras las escribes por mi cuerpo entre aliento y aliento, y experimento tu amor; y hacen que encuentre mi nombre desordenado en tu corazón.
Si te insto a que me ames hasta que salga el sol.
Si nuestros mundo son tan contrarios que encontraron el punto de unión, el hilo rojo que nos mantiene unidos por algo más que la mera y ruborosa atracción.

Y si nada pasara. Y si solo el tiempo pasara entre nuestros cuerpos, en el espacio que dejamos para que el viento borre las huellas de las desesperación y el fracaso. Si nada hacemos. Si nos quedamos quietos esperando el momento que ya pasó, queriendo volver al pasado, sin saber cómo avanzar al futuro.

Entonces es cuando decido morir de amor entre lamentos. Morir entre tus piernas de deseo, y revivir al amanecer con un colocón de sexo, drogas; de amor.
Quiero que tú seas la persona que me diga que todo ha sido real, que el sueño lo dejamos para antes de madrugar. Que las historias infantiles tienen la censura en la parte que nos atrevimos a disfrutar.

Entre verso y verso nos deshacíamos. No nos recomponíamos. Allí yacíamos. Hundidos. Salvados. Liberados. Sintiéndonos amados (eternos afortunados).

Final de uno

El quinto de cinco, el tres de los tríos, casi siempre el único del uno: ¿la imparidad?, c’est moi, que dijo el Sol. El eterno Sí a la mesa para uno y a la habitación individual. La soledad es la condena de Prometeo, que engulle su hígado día tras día.

Todo daría para que mi tacto volviera a funcionar por placer, y no por necesidad ni obligación, para que tus estrellas fuesen sólo una noche el juguete favorito de mis yemas. Niego y niego la evidencia. Me finjo ciego a lo que se refleja en mis pupilas, sordo al acorde que me va calando desde esa garganta que fue mía una vez.

He perdido el control, el orden. Una buena hostia, y merecida, casi me salta los ojos. Atado y bien atado siempre me ha sonado rancio, y de repente lo aleatorio es un abismo al que me asomo sin cordel.

Con tu ausencia, la burbuja llena de vacío se atisba ya en los Pirineos, expandiéndose como enseñé a los húsares. Toda la vida península, para terminar isleño. Sin un istmo que los una a la Vida, sin una geografía sólida las naciones perecen, los imperios caen.Cuando llegue el solsticio matarán a Francisco Fernando y será el principio. El principio del final. El principio de mi final. El final de mis principios. El final de mis finales.

Esa maldita mirada


Y así a quién pretendemos convencer de que esto, de que lo nuestro, de que lo que hay entre nosotros dos, no es amor. Porque no nos lo creemos ni nosotros cuando nos miramos cautivos en esa atmósfera que solo busca una vía de salida a tanta ebullición. Que explota. Que esa burbuja explota de tanta tensión, pero que nos gusta jugar, arriesgar, tomárnoslo como algo personal, y querer solucionar el mundo con menos palabras y más miradas.

Sí, no nos lo creemos ni nosotros cuando nos decimos que nadie saldrá herido de esto, que son tonterías, que solo vamos a arriesgar lo justo... ¿pero cómo medir ese “lo justo” cuando ni siquiera sabemos decidir quién iniciar una conversación, porque nuestras palabras salen atropelladas, porque solo está hecho esto de miradas?

Y malditas miradas que matan, que besan, que atrapan, que ahogan, que te dejan sin respiración. Que te guiñan un ojo y te dejan el corazón latiendo arrítmico de pura emoción, de vasta mentira cuando dices que no sentiste nada ante esa mirada.
Somos los dos como la letra de esa canción que todo el mundo conoce, que todo el mundo desea cantar pero que nadie sabe entonar, ni siquiera, el ritmo captar. Y no se atreven. Y miran con recelo a los que se abalanzaron, a los que arriesgaron y ganaron. Nosotros somos esos, querido. Nosotros somos los dos valientes que se tiraron a una piscina vacía, que se tiraron desde ese acantilado convencidos por ellos mismos y que rozaron con sus pies las rocas que había bajo el agua, que nadie veía, que todos conocían; que todos temían. Y nosotros arriesgamos. Y casi nos matamos.
Casi perdimos. Sentimos la adrenalina en nuestras gargantas, quisimos gritar bajo el agua porque creíamos que todo lo perdíamos; sentimos rozar en nuestras plantas de los pies ese final. Pero salimos a flote. Veíamos entre las burbujas dentro del agua ese cielo azul, ese sol brillar, la vida, la grandiosa vida que nos esperaba para continuar. Que por primera vez, se había detenido por nosotros, que había aguantado la respiración como uno más de los dos. Y salimos. 

Salimos y respiramos y gritamos y reímos, y casi sollozamos. Porque vivimos; lo que queremos. Lo que nos mata por deseo. Con premeditación. Como un asesinato planeado, así es esta historia de desamor. Y ahora que nos miramos, otra vez esa maldita mirada, dime entonces: qué nos contamos.


Grandes historias.


Quizá he cometido un gran error. Quizá sólo me he inspirado en ese momento de chocar con la pared mientras me abrazabas y me susurrabas,  entre esos instantes en los que no me besabas con ese desgarro de un hombre herido, y fuerte. Quizá mi ensoñación ha cometido el error de no consultar la hora con el reloj, porque el momento de abstracción había pasado. Que la realidad me esperaba, esa donde tú no estabas, donde las madrugadas tenían sabor a café solo sin compañía, a sábanas impolutas y a soleados amaneceres nublados.

 - Estoy aquí.

En ese instante, tú estás en el marco de la puerta de entrada, apoyado con ese deje aprendido de los actores de películas que buscan provocar, y no conquistar. Y me encanta. Porque yo también he aprendido a sonreír con tierna dulzura mientras giro mi cabeza y la oculto tras el hombro con una risita que suena a murmullo. Sí, en estos somos unos expertos los dos.
Y pasas adelante sin yo necesitar hablar

 - Porque malas decisiones..., me dices al oído
 - Hacen buenas historia.

Los dos nos sabemos esa historia que jugamos a interpretar durante el tiempo que dure, “se improvisará” me dices mientras me miras con tal grado de elocuencia y ganas de... de amar, que no me deja pensar.
Porque quizá hemos aprendido los dos que esto saldrá mal, y que por eso queremos arriesgar, arriesgarnos a una sola carta. Y gemir. Y lamentar. Y reír. Y llorar. Y no quedarnos con las ganas, y jugar a conquistar corazas de hierro que realmente se funden cuando tocamos la piel.

-¿Nos veremos otra vez?
 
Me miras dando la espalda a la ventana, mientras buscas tu camiseta con la mirada, por la habitación.

 - Qué quieres.
 - Me encantaría.
 
Me sonríes. Y sabes que eso es jugar sucio. Sabes que eso me rompe por dentro. Que hace que caiga a tus pies, que me olvide de un “cuídate”, y solo busque luchar, hacerme daño, salir herida, volver a batallar. Y sé que lo sabes. Por eso, sonrío, atravieso la cama, y me acerco a ti. Te miro a los ojos. Y te digo, mientras te beso con todos mis sentidos

 - Por mí sí.

Nos vamos a quemar. Porque estamos jugando con fuego. Pero arriesgaremos un poco más. Quizá la historia puede acabar con un feliz final. O quizá vamos a presenciar nuestro suicida final.


Reflexión de madrugada

La culpa no es de nadie. O de todos. Yo (Esteban) no estoy bien, por mucho que lo intente disimular. Esa mezcla entre pesadumbre e impotencia ha ido carcomiéndome por dentro, erosionando mi ser. Un ejército termítico ha decidido roer la alegría y vitalidad que creo haber tenido desde que no levantaba ni un palmo del suelo. Esa energía positiva que hizo que te conquistase cuando yo soñaba con defender a los más débiles en un tribunal y suspirabas por una toga y una maza.
Ya no. Un tipo bronco y desértico. En eso me he convertido: este ojeroso guiñapo de piel pálida sólo te hace daño. Tranquila, no seré más una carga. Te prometí el oro y el moro; no era palabrería de galán, lo juro. Quería darte todo lo que mereces. Sólo permití a la sinceridad viajar de mis labios a tus oídos.

Pero no he podido. Bueno, no me han dejado en realidad. Está decidido: me voy. Es lo mejor para los dos. Esta oferta no la puedo rechazar. No sé cómo lo voy a hacer. No sé cómo te lo voy a decir.

Los problemas a los que me enfrento son todos los posibles en realidad, pero el más grande lo tengo contigo. Bendito problema. No quiero imaginarme esas noches escandinavas en las que el frío no será solo atmosférico, sino, sobre todo, vital, concentrado entre mitral y tricúspide. La distancia será la peor enemiga de la plenitud que me domina a tu vera.

Decir que te echaré de menos es tan insulso que me lo voy a ahorrar. Diré mejor que no concibo mi vida sin el rasgueo mañanero de tus dedos. Sin tu calor bajo la manta una tarde de ramas vacías. Sin esos ojos cerrados que ahora intuyo en la oscuridad de esta alcoba.

Mañana es el día. Nos sentaremos y te lo contaré todo. Al silencio incómodo le seguirá el llanto y unos abrazos más cálidos de lo normal. Pero sé que, como siempre, serás capaz de comprenderme, como nadie más ha hecho.

Hasta que llega la hora yo seguiré aquí, empachándome de techo, haciendo que mis ojeras se dilaten cada vez más. Pensando en ti. Como siempre. Para siempre.